Había bebido tanto la noche anterior, que la resaca era inolvidable. A veces se bebe para ahogar el dolor, para olvidar, para perderse en un delirio suave y anestesiarse del mundo , de la gente con sus vidas de plástico, de la televisión, de las apariencias, del naufragio que es el amor. Había bebido en parte porque quería olvidarla, porque seguía impregnada en mí y su mirada seguía persiguiéndome en las sombras, porque sus manos se sentían temblar como el rumor de los árboles en invierno y su voz me llamaba del otro lado de los sueños. Entonces bebí. No pasó nada especial. No me revolqué con nadie, porque no había un culo ni una mente que me atrajera esa noche, porque estaba cansado de ese espectáculo de conquistar con mentiras , y además odio el reggaetón.
Fue al otro día cuando la náusea me invadió. Todo pesaba: este cuerpo aburrido, este culo grosero, estos huesos de anciano, esta mente de puta. Me pesaba mi vida, pero la cabeza dolía como cien demonios, todo me dolía, menos ella. Me enteré que se había ido para siempre, que todo seguía doliendo igual; la guerra, los sueños, la pobreza extrema, los niños de siria, el calentamiento global, pero ella se había ido para siempre. Por fin había cerrado las puertas, me había dejado por fin.
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